Yo tenía 17 años. Hasta ese momento mi existencia había sido
la de una chica común de clase media: colegio doble jornada, mucho estudio,
incipientes intereses góticos. Algún amor adolescente. Varias inscripciones
anónimas en liquid paper debajo del banco de clase.
Tenía un amigo, Juan, que me grababa canciones de Sui
Generis y Serú Girán en un casette. También otro amigo, un japonés, que en ese
momento estaba organizando una jornada por los desaparecidos de su
colectividad. Me acuerdo que me traía gorritos raros y tocaba canciones de rock
nacional en una guitarra. Leíamos Rayuela juntos y yo lo acompañaba a recitales
populares donde él me compraba colgantes con la cara del Che.
Tenía 17 años y la seguridad de que el mundo me pertenecía.
Quizás ese impulso arrollador, esa energía vital, no me permitían ver las
ojeras de mi mamá, o el hecho de que cada vez ella volviera cada más tarde a
casa por las clases extra que tomaba a su cargo. Quizás no advertí las largas
horas que mi viejo pasaba sentado en el sillón del living, mirando al vacío,
esperando algo. De a poco me fui dando cuenta de que mi hermano venía del
supermercado con la calculadora, y de que mi papá iba menos veces por semana a
trabajar. Hasta que un día no fue más.
Lo primero que vendimos fue el auto. Eso no me importó
demasiado: de todas maneras yo me trasladaba en colectivo.
Lo segundo que vendimos fue el piano. Y ahí sí sentí una
herida, una marca, una especie de profundo desarraigo. Porque mi abuela había
sido concertista. Yo tenía (tengo) grabados a fuego las mañana de domingo
durante las cuales ella tocaba una canción, la que le pidiese, mientras yo
tomaba café con leche. Fue mi abuela la que me enseñó a dibujar la clave de sol
en el pentagrama. Fue mi abuela la que me regaló el libro “La Dama de las
Camelias” a los ochos años, sin importarle que tuviera partes eróticas, porque
a mí me había gustado la obra. Y estoy segura de que fue también mi abuela la
responsable de que mi hermana se interesara por el canto lírico y llegara a ser
la artista que es hoy, llevando la ópera a los barrios y trabajando con
orquestas populares infantiles y juveniles.
Y el piano se iba. Y mi única posibilidad de continuar con
el legado de mi abuela se iba también.
Ahí empecé con los ataques de pánico. Como nos habíamos
quedado sin obra social no pude atenderme con nadie. Después de clase hablaba
con mi profesor de Filosofía para tratar de darle un sentido a las cosas.
Lo tercero que vendimos fue la casa. En realidad no la
vendimos: la perdimos, porque ya no podíamos pagar más la hipoteca. Mi viejo
había perdido el trabajo, estaba con una profunda depresión, y mi mamá docente
cobraba su sueldo en tres veces (mitad en pesos y mitad en patacones).
Nos lavábamos el pelo con algo muy parecido al jabón.
Agobiada por el estrés, la responsabilidad de sacarnos a todos adelante y el
consumo de puchos que se había ido acrecentando en relación directa con su
ansiedad, mi vieja tuvo un edema pulmonar y terminó colapsada en el hospital.
Me refugié en Rayuela, en el Che, en la certeza de que las
palabras son actos y los actos pueden cambiar el mundo. Fundamentalmente me
refugié en mi mejor amiga, que fue el pilar de mi adolescencia y mi cable a
tierra en medio de tanta incertidumbre.
Decidí que yo también tenía que colaborar para que la
familia no se fuera a pique, y empecé a dar clases de inglés en casa. Así
conocí a mi primer novio. Empecé a militar. Le mentía a mis viejos: decía que
me iba a dormir a la casa de él y en realidad nos íbamos a hacer pintadas y
marchas contra el ajuste. Un día mi novio fue a una movilización en defensa de
Zanón y la bala de plomo quedó incrustada a dos centímetros, en la pared, justo
al lado de su sien derecha. No me olvido más. Ese día la muerte me tocó muy de
cerca.
Una tarde prendí la tele y vi mucha gente en la calle. Entre
el tumulto reconocí a una compañera del colegio, Julieta, que estaba
protestando pacíficamente en una ronda en la Plaza y a quien cercaba la Montada
con aire amenazante. Manoteé las llaves. “¿A dónde vas?” me dijo mi mamá. “A la
Plaza, se está juntando la gente y parece que va renunciar De la Rúa. Hay
compañeros míos”. Mi vieja (que parece que además de la casa, el auto y el
trabajo del marido no quería perder una hija) se plantó delante de la puerta,
me sacó las llaves y no me dejó salir. Me quedé encerrada en mi cuarto,
llorando, seguramente gritándole cosas horribles.
De la Rúa se fue en helicóptero. Tuvimos varios
gobiernos-relámpago sobre los que ironizábamos en el colegio en una materia que
se llamaba “Realidad social” (en ese momento regían el polimodal y su laxa
currícula). Hablábamos sobre Asamblea Constituyente y Soberana y nuestro
profesor, que era peronista, nos decía que estábamos todos locos.
Arrancó nuestra peregrinación por las casas y los
departamentos alquilados. Con cada nueva mudanza, una nueva pérdida.
Pasó el tiempo. A sus más de 50 años, mi viejo consiguió
laburo. Mi mamá volvió a cobrar a principio de mes y de una sola vez. Yo me
anoté en la facultad, me enganché en uno de esos laburos que abundaban por la
época (esos call centers en inglés) y me dediqué a descubrir mi vocación. Pude
sacar una beca que cubría todos mis gastos de apuntes. Estaba contenta. Había
descubierto lo que más amaba, y podía estudiar en una universidad pública con
docentes increíbles que me hacían flashear.
Hoy tengo 30 años, un marido y una hija. Desde hace más de
nueve años soy docente de inglés (lo que se hereda no se roba). Tengo el
privilegio de estudiar en una de las mejores universidades del continente, sin
poner un peso y aprendiendo muchísimo. Estudio Letras, quizás en homenaje a la
Dama de las Camelias. He intentado tocar el violín infructuosamente y ahora
incursiono con la flauta traversa, quizás en homenaje a mi abuela, a sus
esfuerzos por enseñarme la clave de sol en un pentagrama y a su amor por el
piano mientras tomaba café con leche los domingos en su casa.
Tengo 30 años. Y no quiero volver a los 17.
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