Pepe Cibrián Campoy ha contado que durante años intentó adoptar un hijo y, tras vueltas y excusas, al final desistió; y eso que tiene dinero -variable importante para el sistema- pero... si le ocurría algo su pareja no tendría reconocimiento alguno como adoptante. Con agudeza, ha preguntado por qué la burocracia o el sistema legal, que obstaculiza la adopción con tanto empeño, no sale a rescatar a esos niños y niñas del abandono, ni a protegerlos de los abusos de sus padres heterosexuales. Esa hipocresía es la dañina porque naturaliza una injusticia intolerable para quienes dicen defender un principio tan fundamental como la igualdad de derechos o la igualdad ante la ley.
La Iglesia católica excluye a las mujeres del sacerdocio. Promovido de manera parcial a partir del siglo IV, sancionado en el Concilio de Letrán en el siglo XII, se establece estrictamente el celibato en el siglo XVI en el Concilio de Trento, en respuesta a la Reforma Protestante. El tema de fondo era, principalmente, el que los hijos del cura reclamasen sus bienes como herencia, y con ellos, la parroquia.
Al caer el Imperio Romano el cristianismo fue el vínculo de unión de los habitantes de esos territorios y la Iglesia consolidó un poder mayor a los reinos e imperios que se fueron sucediendo durante más de mil años. Desde esa época, estipulaciones y dogmas establecidos por hombres al calor de las luchas de poder coyunturales, se fueron cristalizaron un legado que, en clave moderna y secularizada, persiste y ordena un sistema de valores en Occidente. Entre muchos otros, la heterosexualidad como lo normal, la desigualdad entre los sexos, la exaltación de la familia nuclear como la “célula de la sociedad”.
¡Qué fervor en sostener, sin fisuras, esos principios! ¡Cómo hablan a través de las sentencias de jueces, profesionales de la ciencia, la publicidad manipuladora, el sentido común de la cola para el colectivo!
Vuelvo a la pregunta de Pepe Cibrián, directa: se privilegia un tipo de pareja, un tipo de paternidad. Supongamos que todavía no estén dadas las condiciones para abrir el espectro de posibilidades; ¿por qué no se protege entonces con la misma fuerza con la que se excluyen candidatos, a quienes deben ser amparados y defendidos? ¿Por qué no se enjuicia con la misma celeridad y rigor a los curas abusadores? ¿Por qué no se revisa el procedimiento por el cual una mujer víctima de abuso, violación o acoso sexual debe probar primero no ser ella quien provocó el daño? Si nos tomáramos el tiempo para revisar fallos y estadísticas, el seguimiento de estas violencias institucionales silenciadas y, por eso mismo, naturalizadas, nos provocaria un espanto profundo.
Hipocresía, esa es la fuerza con la que una sociedad como la Argentina, que se modernizó a fines del siglo XIX tras un exterminio que aún no ha sido condenado lo suficiente -y celebrado en la presencia de Roca en una estatua céntrica, y en los billetes más valiosos-, permite el silenciamiento, autoriza y se hace cómplice del feminicidio, de la homofobia, del abandono de esas vidas –que cuando están “por nacer” sí justifican energías y gastos para proclamar mediáticamente su defensa, pero de las que, luego, la furiosa jerarquía eclesiástica no se hace cargo de cuidar, alimentar, ni proteger- descartables, como si fueran menos dignas, menos humanas.
También hubo un concilio para decidir si los habitantes de la América “descubierta” por los cristianos que evangelizarían con la cruz y la espada, tenían o no un alma...
viernes, 21 de mayo de 2010
jueves, 6 de mayo de 2010
Eva. La pasión y la razón
Pensando en Evita. Pensando en su vida, descomunal, arrasadora, me pregunto: ¿Con qué derecho se divorcia la pasión de la razón?¿ Cuáles son los argumentos para oponer la deliberación racional al sentimiento profundo, a la entrega sin cálculo alguno? Esas dicotomías tienen una larga historia... Desde hace siglos, separar el alma del cuerpo para domar las pasiones consideradas bajas o peligrosas, fue la línea triunfante que fundamentó el desprecio por la carne, el sexo, la mujer, el indio, el negro, el pobre. Con la sociedad de masas, la multitud fue vista como salvaje, irracional, incapaz de discernimiento. Peligrosa en su imprevisibilidad, desde la mirada atemorizada o paternlista de una élite bienpensamte, de impecables buenas maneras, había que conducirla para impedir una deriva que amenazara el orden jerárquico trazado por Dios, o por la etapa evolutiva de una humanidad que progresaría –lentamente pero sin pausa- a su felicidad. Mientras tanto, quienes ya poseían las luces se arrogaban el derecho incuestionable a conducir a los/as otros/as hacia un futuro equitativo... Mientras tanto, los brazos laburantes, imprescindibles para ese progreso, debían continuar dóciles o ser persuadidos por la fuerza del lugar que les correspondía.
Cuando se instituyó al gaucho como la figura mítica en Argentina – la verba de Leopoldo Lugones lo celebró en el Centenario – apenas si quedaba alguno vivo. Fue usado como carne de cañón en las campañas exterminadoras de los indios, o en la guerra fraticida, o en la vergonzante embestida contra el Paraguay. Cuando una multitud en huelga en la Patagonia fue masacrada por un militar disciplinado y racional, a pedido de los patrones de estancia, la única muestra de dignidad humana la dieron las mujeres de un prostíbulo miserable que se negaron a atender a esa clientela de asesinos.
Una mujer nacida como ilegítima se subió a un tren para seguir su sueño de ser artista en Buenos Aires. El azar la unió a un hombre que estaba en el momento y lugar justos, haciendo un puente inédito con los miles de silenciados, olvidados y oprimidos de un país que se decía civilizado. La “negrita”, cuyo coraje afloró ni bien tuvo la oportunidad de demostrarlo, conquistó esas masas que la adoraron. ¿Cómo fue esto posible? Ella era una de ellos y ellas. Ella sabía de lo indecoroso de ser visible de repente, de lo irracional que representaba que una sirvienta o un obrero pudieran tener vacaciones en el mar, que un gurisito del monte tuviera zapatos, que un peón se sintiera por primera vez libre de sostener la mirada ante el patrón... Ella, que les escribía cartas cuando enviaba un remedio o una máquina de coser al último rincón, arengaba a esas multitudes odiadas que inundaban la plaza en su hormigueo dichoso con palabras inflamadas de amor. Vociferaba de odio también ante la hipocresía y los que llamaba “vendepatria”, que la calumniaron y brindaron por su agonía.
¿Con qué derecho, Evita, te trataron con ese odio quienes hacían gala de mesura? ¿Con qué vara se miden tus virulentos discursos que emocionan hasta el llanto? ¿Con qué razones secuestraron tu cadáver como si haciéndolo borrasen tu fantasma, presente y rotundo en cada pecho que te sentía como propia?
Ojalá tenga, Evita, tu fuerza y tu indignación intactas para no dejar de resisitr a lo intolerable, a la injusticia, al silencio. Como tantas otras mujeres locas de pasión , te siento también un poco mía, una lucecita infatigable haciendo camino, a puro amor y ternura. Pasiones en las que te consumiste y que te hacen, justamente, tan querida.
Cuando se instituyó al gaucho como la figura mítica en Argentina – la verba de Leopoldo Lugones lo celebró en el Centenario – apenas si quedaba alguno vivo. Fue usado como carne de cañón en las campañas exterminadoras de los indios, o en la guerra fraticida, o en la vergonzante embestida contra el Paraguay. Cuando una multitud en huelga en la Patagonia fue masacrada por un militar disciplinado y racional, a pedido de los patrones de estancia, la única muestra de dignidad humana la dieron las mujeres de un prostíbulo miserable que se negaron a atender a esa clientela de asesinos.
Una mujer nacida como ilegítima se subió a un tren para seguir su sueño de ser artista en Buenos Aires. El azar la unió a un hombre que estaba en el momento y lugar justos, haciendo un puente inédito con los miles de silenciados, olvidados y oprimidos de un país que se decía civilizado. La “negrita”, cuyo coraje afloró ni bien tuvo la oportunidad de demostrarlo, conquistó esas masas que la adoraron. ¿Cómo fue esto posible? Ella era una de ellos y ellas. Ella sabía de lo indecoroso de ser visible de repente, de lo irracional que representaba que una sirvienta o un obrero pudieran tener vacaciones en el mar, que un gurisito del monte tuviera zapatos, que un peón se sintiera por primera vez libre de sostener la mirada ante el patrón... Ella, que les escribía cartas cuando enviaba un remedio o una máquina de coser al último rincón, arengaba a esas multitudes odiadas que inundaban la plaza en su hormigueo dichoso con palabras inflamadas de amor. Vociferaba de odio también ante la hipocresía y los que llamaba “vendepatria”, que la calumniaron y brindaron por su agonía.
¿Con qué derecho, Evita, te trataron con ese odio quienes hacían gala de mesura? ¿Con qué vara se miden tus virulentos discursos que emocionan hasta el llanto? ¿Con qué razones secuestraron tu cadáver como si haciéndolo borrasen tu fantasma, presente y rotundo en cada pecho que te sentía como propia?
Ojalá tenga, Evita, tu fuerza y tu indignación intactas para no dejar de resisitr a lo intolerable, a la injusticia, al silencio. Como tantas otras mujeres locas de pasión , te siento también un poco mía, una lucecita infatigable haciendo camino, a puro amor y ternura. Pasiones en las que te consumiste y que te hacen, justamente, tan querida.
miércoles, 5 de mayo de 2010
De qué se trata
Desde aquí propongo algunas reflexiones- acciones sobre lo que nos pasa y sobre lo que deseamos, lo que soñamos, lo que podemos hacer posible, nunca solos/as, nunca aisladas/os, con la inquietud de no conformarnos con lo dado.
Cuestionar y cuestionarnos, de eso se trata: agitar la superficie, abrir la puerta y atrevernos al encuentro de lo diverso, de otra palabra, de otro mundo.
Calar hondo, despacito, con la insistencia infatigable de unos pocos principios.
Cuestionar y cuestionarnos, de eso se trata: agitar la superficie, abrir la puerta y atrevernos al encuentro de lo diverso, de otra palabra, de otro mundo.
Calar hondo, despacito, con la insistencia infatigable de unos pocos principios.
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